Julio César Corvalán
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Julio César Corvalán: poemas
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Cuando julio murió en agosto (Julio César Corvalán) “Y el arado se durmió en el surco, como en el campo la semilla”. Esa mañana el val...
miércoles, 20 de julio de 2011
ENSAYO
Cuando julio murió en agosto
(Julio César Corvalán)
“Y el arado se durmió en el surco, como en el campo la semilla”.
Esa mañana el valle despertó cubierta por un blanco manto de nieve. Agosto trajo el fenómeno climatológico a la zona central de este recóndito país que se extiende como un enorme y fértil surco de tierra entre el mar y la cordillera. Jamás nevaba en el campo y mi padre no conocía la nieve, siempre tuvo el secreto deseo de estrecharla entre sus manos callosas y campesinas, pues el agua que regaba sus sembrados procedía de la generosidad de la montaña andina y del imponente nevado longaviano al que tanto admiraba. Sin embargo no pudo verla, a diferencia de todas las mañanas de su vida ese día no se pudo levantar. Su corazón estaba débil y poco a poco la flama de su vida se apagaba de manera acelerada.
Mi padre nació en el campo asistido por una partera mapuche, su vida transcurrió entre caballos y siembras. El viejo sabía cuando hacer un barbecho, cuando levantar una cosecha o cuando aplicar un producto. Se levantaba antes del sol todas las mañanas, sus días estaban marcados por el sudor y su rostro presentaba las huellas inclementes del tiempo.
Las trillas a yegua suelta eran su especialidad, siendo el dueño de la Hera organizaba grandes eventos con cantoras y payadores provenientes de distintos lados que llegaban junto a las carretas cargadas de gavillas hasta la Hera de Don Julio. Ese era el nombre de mi padre y su nombre era conocido en la comarca por su honestidad, su trabajo y su constancia.
Cada trilla era esperada con entusiasmo y pasión por lugareños y afuerinos que se daban cita al fragor de una damajuana para oír historias, hacer apuestas o escuchar las cantoras que hacían gemir las cuerdas de sus vihuelas con cantos melancólicos disfrazados de picardía e inocencia campesina. Un amanecer en la Hera tenía el misticismo de una ceremonia en la cual el hombre comulgaba con la tierra, había que voltear las gavillas para hacerlas parir sus granos generosos con la ayuda del sol. Había que colocarlas en hileras una al lado de la otra sobre la trolla demarcada del ruedo campesino. Y luego la tropilla que martillaba su esencia una y otra vez con los cascos esculpidos de sus patas, de entre las cuales emergían los granos en aquella parición de la cosecha.
Las gavillas son como los hombres ya que el mundo es una gran hera por donde pasa al galope la vida y cada grano es el fruto y los dones que cada uno de los seres humanos atesoramos.
Dormir en la tibieza de las gavillas arriba de una carreta cargada, contemplando las estrellas mientras las cantoras y payadores afinaban sus gargantas con un ponche de melón bien dulce… era el paraíso para mi padre. Soñaba con gavillas, con granos y caballos que lentamente entre vuelta y vuelta comenzaban a alzarse y quien sabe de dónde desplegaban sus alas al viento y sus crines se alborotaban entre las nubes de algodón blanco. Una dama vestida de blanco con un velo todo blanco estaba al centro de la hera y guiaba los caballos alados que también eran blancos, de pronto una luz que emergía de las tinieblas e iluminaba el cielo con su fulgor resplandeciente y los caballos comenzaban a descender, pisando primero las nubes y luego cientos de blancas margaritas que explotaban entre sus marciales cascos.
Ahí estaba mi padre montando sobre su recio corcel frisón, azabache como la fosca medianoche, galopando por los campos, mientras la luz recorría con su brillo el terciopelo de su piel.